Manifiesto contra el progreso. Capítulo XI. Las formas de vida.
por Agustín López Tobajas
"La creencia del hombre moderno de
haber llegado a un
sistema social más justo y a un orden cultural más elevado que cualquiera que existiera con
anterioridad sobre la
tierra no tiene más fundamento que sus prejuicios etnocéntricos y su manipulación arbitraria de la
historia. Lo único que
demuestra el esquema salvajismo-barbarie-civilización, inventado sobre el rebuznante
criterio del desarrollo
técnico como medida de la inteligencia, es que nuestra cultura concede más importancia al
abrelatas eléctrico
que a la Ilíada,
actitud que hace
superfluo cualquier
comentario. Por primera vez en la historia de la humanidad, hay una civilización lo
suficientemente zafia y
soez como para reducir la inteligencia a la capacidad de solventar unos problemas que los animales resuelven por
instinto.
Se juzga a todas las culturas según
los criterios de la propia, como si todos los hombres hubieran tenido
siempre la misma
percepción del mundo, como si todas las civilizaciones tuvieran la obligación de plantearse nuestras metas espurias y utilizar nuestros métodos
megalomaníacos, y la insensatez
propia debiera ser la norma universal. Se identifica a cualquier cultura con
detalles incomprendidos de su
legislación, sin entender que una civilización es una red dinámica de
compensaciones y que las pautas
culturales no pueden examinarse aisladamente, sacándolas de su entorno v valorándolas como si de súbito hubieran cobrado existencia en el medio del que
las juzga, pues sólo adquieren
sentido en su lugar natural, dentro del conjunto que las integra y desde
el contenido que les otorgan sus propios
fundamentos; lo que no implica un relativismo cultural absoluto, sino la existencia
de una pluralidad de interpretaciones
diversas de unos mismos principios
metaculturales, expresión de una sabiduría universal y perenne, que Occidente, deslumbrado de
manera narcisista ante el espejo que
refleja su vacío esplendor, no sólo
no percibe, sino que pretende sustituir orgullosamente por los
suyos.
Un sistema que ha hecho del mundo un
mercado, que convierte las catástrofes ecológicas en rutina, que condena
a la miseria y a la
muerte a gran parte de la población mundial, que periódicamente desencadena
guerras por doquier y
que todo lo uniformiza según los estúpidos criterios del modo de vida americano no puede
seguir mereciendo la
consideración de «civilización»: en realidad, no pasa de ser una sofisticada forma de
barbarie. Nuestro estilo de vida podrá ser
cuantitativamente esplendoroso, pero es cualitativamente bárbaro y
despreciable.
La forma de vida refleja y
manifiesta de manera precisa en sus múltiples aspectos la irracionalidad
inherente a los presupuestos que la inspiran; incluso dejando a un
lado guerras y
catástrofes, nuestro mismo funcionamiento «normal»
parecería el de un asilo de dementes incurables a los ojos de una mente equilibrada, no
insensibilizada por la rutina que
conforma y deforma imperceptiblemente las conciencias. El absurdo continuado en que se
ha instalado la vida del hombre
moderno sólo se hace socialmente
soportable desde la carosis y el acorchamiento del individuo medio, incapaz del más tenue
estremecimiento ante la sinrazón de
los actos que cotidianamente
realiza.
Se considera lógico, por ejemplo,
plantearse el mover una
masa de hierro de más de una tonelada para desplazar a una persona que pesa veinte veces menos y que
tiene movilidad por sí misma. Y para ello se instauran unos medios de transporte que dejan cada
día más muertos en las
carreteras que una guerra, que exigen el desplazamiento de millones de toneladas de materias
primas, o la instalación
de complejos industriales de dimensiones gigantescas: todo eso para poder recorrer cada
día el camino que le
lleva a uno de su casa al trabajo.
Este colosal trasiego de cosas y
personas alcanza el ápice de su insensatez en esa singular actividad
llamada «turismo»,
manía obsesiva que impele a unos desplazamientos regulares más o menos dificultosos, o
hasta angustiosos,
aparte de arriesgados, para escapar a la menor oportunidad del lugar en que se vive. Al hecho de atarse a una silla, en una aséptica cámara plastificada,
y aparecer pocas horas después en
la otra punta del globo se le llama ahora «viajar». Esta obsesión por escapar de la
cotidianeidad e introducir novedades externas en la vida revela algo que el turista no sospecha: que de lo que
realmente está hastiado es de sí
mismo, molesta compañía que le sigue
con fidelidad implacable a donde quiera que vaya. Pero como cambiarse a uno mismo es complicado, se
opta en su lugar por cambiar el
escenario. Esta voluntad de huir incesantemente de su sombra expresa la ineptitud y
el miedo ante la única aventura
digna de ser vivida: ahondar en el
sentido de la propia existencia.
Como si la medicina la hubiera
inventado la modernidad, se la presenta como insignia y
evidencia concluyente
del progreso. Olvidando que la estadística, ciencia
cuantitativa por antonomasia, es una creación del siglo xx, se pretende comparar cifras actuales de
duración de la vida con «datos»
imaginarios de épocas remotas, suponiendo siempre que el objetivo de la vida es
prolongarse y no dotarse de
significado. Sea o no cierto que
aquellos a quienes aman los dioses mueren pronto, cifrar el sentido de la existencia en su
prolongación es como valorar un
cuadro por sus dimensiones: expresión pura de los principios imperantes en el reino de
la cantidad. Se imaginan superadas
oscuras epidemias de tiempos pasados, pretendiendo ignorar las nuevas
enfermedades antes inexistentes,
las catástrofes «naturales» que se suceden con frecuencia inusitada, el hambre y la miseria
generalizadas en vastas áreas del
globo o la incontenible difusión de
la violencia que esa forma de vida produce. Se ha acabado con la peste, pero
para lograrlo se ha generado un
sistema que está consiguiendo acabar con el planeta. Como decía Cioran, si antes moríamos por nuestras
enfermedades, ahora morimos por
nuestros remedios.
La medicalización absoluta de la enfermedad, a
la que se supone ciego
producto del azar, la expropia de todo significado, y la vida pasa a ser un combate sin
sentido, porque perdido
de antemano, por su imposible perpetuación. Conclusión: la angustia, la depresión y
todo tipo de perturbaciones del alma crecen a ritmo acelerado ante una existencia que, ajena a cualquier
transcendencia, deviene -cuando no es un divertimento
banal y a la larga frustrante- un
despropósito monstruoso y cruel que no resulta fácil de ocultar. El
hombre antiguo, probado por los dioses, se
enfrentaba, llegado el caso, a un destino adverso, y moría, si era preciso, en el empeño.
Actualmente, ante la más banal de las
contrariedades -o ante la vaga intuición de la vaciedad de la vida en el mundo
moderno-, el hombre actual se deprime, es decir, patologiza su mediocridad como vía para escapar a cualquier
responsabilidad. La psicologización de la vida individual exime al individuo supuestamente enfermo de toda
obligación, abrumado por una realidad
que le impide cualquier iniciativa y
que lo pone en manos de «profesionales expertos», es decir, de quienes
participando de su misma miseria e
ignorancia han aprendido la fórmula para ocultársela a sí mismos. Así se inventa al
enfermo, así se genera la patología:
es la psicologización de la existencia la que crea la enfermedad mental
generalizada.
Y como el mundo construido con tan
espectaculares progresos en materia sanitaria es rigurosamente
insalubre, nos
enfrentamos ahora, como reacción inconsciente, y por ello mismo fuera de toda medida, a una paranoica
preocupación por el cuerpo y la salud, amén de una
maniática obsesión, metafísicamente
reveladora, por la higiene. Uno se
pregunta cómo ha sido posible sobrevivir a un mundo sin fechas de caducidad, sin ducha
diaria, sin controles de seguridad, sin chequeos regulares, con barro en
las calles y agua del grifo para beber.
Marcados todavía por su herencia
histórica, los sistemas educativos vacilan entre los bienintencionados
prejuicios de un
humanismo laico tan irreal como mutilado y las exigencias técnicas del sistema social que no
demanda sino piezas
eficazmente integrables en el esquema productivo. Las
modernas técnicas pedagógicas con que los
progresistas tratan de superar los métodos miopes de los conservadores bienpensantes de hace un
siglo, abocan a resultados
calamitosos. Se confunde el autoritarismo con el reconocimiento de la autoridad, el
aprendizaje rutinario con la facultad
de la memoria, se sustituye el esfuerzo por las actividades «lúdicas», la constancia por la «creatividad», la obediencia servil por la
legitimación del desorden, y así se
consigue que los modernos programas educativos no generen más que indolencia,
irresponsabilidad y una inepcia
generalizada que sería difícilmente superada si se abandonara a cada escolar a su
suerte. La escolarización
obligatoria y la enseñanza igualitaria son las bases para la democratización de la
ignorancia, una similar estulticia
puesta por igual al alcance de todos. Los actuales pedagogos, extraviados en el verborreico
vaniloquio que generan sus nuevas
técnicas de altisonantes nombres
para no se sabe qué desarrollos integrales, se olvidan de enseñar que dos y dos son cuatro y que
burro se escribe con be. Los métodos
que ahora se quieren superar no
eran, sin duda, los mejores, pero cuando todavía se suponía que había unos que podían enseñar y otros
que tenían que aprender, cuando el
respeto por el conocimiento generaba
de manera natural la autoridad, cuando el esfuerzo y la exigencia personal eran las claves
ineludibles de toda formación, se
llegaba, al menos, a la universidad sabiendo leer y escribir.
La estructura familiar como vínculo
con la tradición y con la historia, con un tiempo que
se perpetúa más allá de la vida individual,
posibilitando la integración en el cosmos orgánico del que la persona forma parte, se
ha convertido en contingencia
negociable en el Estado liberal-burocrático, una cuadrícula que rellenar
entre otras en el impreso de la
declaración de la renta. La valoración ególatra de los deseos individuales por encima de
cualquier otra circunstancia hace de
la familia, célula natural de la vida colectiva, una estructura supuestamente superada,
ideológicamente desfasada, que puede
disolverse y desintegrarse a voluntad
cuantas veces se desee. La dispersión en el espacio y la aceleración de los
cambios facilita el desvanecimiento
de los vínculos naturales que sitúan
al ser humano en su espacio y en su tiempo, y las relaciones humanas se transforman en pactos
mercantiles, cuantitativos y transitorios, sustituibles por otros cuando
sus intereses caprichosos lo demandan. Las
consecuencias: violencia doméstica,
hijos desarraigados y viejos arrinconados como trastos inservibles en
residencias-almacenes.
El hogar, microcosmos en que se
desarrolla la unidad familiar, locus mediador para la construcción de la persona
y su integración en la
comunidad, era una imagen del templo en el esquema de vida de los mundos
tradicionales, y su
cuidado, una función sagrada, actividad demiúrgica cargada de significado y de belleza.
Transformadas ahora las
casas en «máquinas para vivir», habitualmente celdas a las que se supone funcionales en colmenas que
no albergan más que
conflictos egoicos entre sexos y generaciones, su cuidado mecanizado, y por ende desprovisto de
sentido, es una condena
que las mujeres, sin duda, no tienen por qué sufrir más que los hombres, una pesada carga
no tanto por su dureza
intrínseca cuanto por su pérdida de significado y por su inferior valoración social
al no ser una tarea
«productiva».
El trabajo ya no es la actividad que
permite al ser humano realizar su peculiar forma de
ser e integrarse en la comunidad mediante
un intercambio de funciones personales dotadas de sentido, sino una actividad
extrañante que le fija como pieza
indistinta a la maquinaria ciega de
la productividad y el consumo. La vocación -concepto que transciende con mucho
sus determinaciones laborales-, es
decir, la inclinación natural de cada persona a orientar su vida por unas vías y no
otras, queda abolida ante la
igualdad por decreto y la movilidad laboral. Puesto que todos somos iguales, todos podemos
hacer de todo y la realización de
la vocación individual se reemplaza por la especialización anónima e indiferenciada,
donde la elección viene determinada,
directa o indirectamente, por las
imposiciones de la sociedad industrial y no por las legítimas inclinaciones personales. La actual
obsesión por la personalización
-presente incluso en espacios donde impera la impersonalización absoluta, como la
informática- es la mistificación
fraudulenta mediante la colocación de
un nombre o una máscara vacía que no anuncia, sino que sustituye, al ser real que
podría encontrarse
detrás.
La fiesta, que en las comunidades tradicionales es
la vía ritualizada para
la expresión natural de una alegría compartida, desaparece ante la programación
social del mercado del
ocio, que impone las vías para la expansión del individuo, siempre desde el imperativo
omnipresente del consumo y transformándose, en sus márgenes incontrolados, en ocasión para la
extralimitación salvaje y el exceso autoaniquilador. La felicidad radica en
sentir que lo que se hace tiene un significado eterno, pero, incapaz
de traspasar el ámbito
de lo instantáneo, la mentalidad moderna la degrada en diversión o placer,
adulteración especiosa de la alegría que, pasada por el rodillo de la
inmediatez, se convierte en valor social y objetivo vital. La frustración que ello produce al
individuo da lugar a la búsqueda frenética de una
imposible felicidad, alimentada por la
insatisfacción que el propio equívoco genera, pues, empecinado en una dirección equivocada, cuanto más
la busca, menos la encuentra,
conflicto que se aspira a superar haciendo de la sociedad un agregado de zombis más
o menos satisfechos con seguridad
social y derecho a vacaciones,
incapacitados para la felicidad pero que tampoco podrán afligirse por la desaparición de
lo que ignoran.
Dos tendencias dominan de forma
complementaria los
comportamientos sociales del hombre moderno: el individualismo egoico -corrupción de la libertad
y la responsabilidad
personal- y el gregarismo uniformizante -corrupción de la solidaridad comunitaria-, que se
articulan entre sí para
generar un egoísmo de masas y un individualismo gregario, equilibrio de la
insensatez que se
plasma especialmente en mecanismos de cohesión como el fenómeno de la moda, verdadero culto al ídolo
de la transitoriedad y
la exterioridad, que da a la sociedad el aire de un carnaval perpetuo, patentizando la
decadencia de un mundo
que exhibe sin inhibiciones la vanidad que hasta hace no mucho tenía, al menos, el pudor y
la decencia de
ocultar.
Diestra en ejercicios de malabarismo
moral, la sociedad
actual transmuta el vicio en virtud con la sola condición de que sea pregonado a los cuatro
vientos, confunde la
desfachatez con la sinceridad, la espontaneidad con la interiorización acrítica de
valores prefabricados, condena toda inhibición como axiomáticamente mórbida,
ensalza el permiso autoconcedido para la caída en el vacío como actitud liberadora
y hace del exhibicionismo de la vileza condición digna de
loa y de respeto. Nada de extraño, pues, en que fenómenos de masas, como la moda o los
espectáculos deportivos, a los que hasta hace poco se les reconocía implícitamente una cierta intranscendencia, se promuevan al rango de
respetable expresión
cultural, con el beneplácito, al menos implícito, de buena parte de la intelectualidad;
y así un desfile de
modelos puede ser un acontecimiento cultural tan importante, si no más, que la representación
de una obra de Esquilo o
de Shakespeare.
Expresión nítida de la instantaneidad que atomiza
las vivencias en el
mundo moderno, la relación con los objetos se convierte en asociación pasajera y
estrictamente instrumental: todo ahora se fabrica para usar y tirar o
-según la pulcra
variante ecologista- para usar y reciclar. Atrás quedó el tiempo en que las cosas se
transmitían piadosamente como herencia espiritual, cargadas
de pasado y, por ello
mismo, portadoras, a la vez, de un mensaje intemporal: todo se tira y se reemplaza. La
legítima identificación con los objetos basada no en
la cosificación de las personas, sino en la
personalización de unas presencias cargadas de historia y de sentido -en
definitiva, de alma-, es una relación que,
lejos de alienar, alimentaba la
vida espiritual. Pero para ello el objeto exige belleza en su creación, nobleza en su funcionalidad,
capacidad de impregnación y tiempo
de vida. Nada de eso existe en los materiales sintéticos, ni sobrevive a la
fabricación en serie, ni es
compatible con las necesidades del mercado, así que la relación con los objetos se reduce a un afán de
acumulación cuantitativa y uso
funcional, mera sensación de
posesión que invierte, con su mecanismo diabólico, la relación entre poseedor y poseído: un continuado
flujo de objetos asépticos e
impermanentes se apropia subrepticiamente de un sujeto esclavizado, obligado a su
utilización, que no puede prescindir
de los efímeros y demenciales cachivaches y trebejos que su vesania
genera.
Los cambios acelerados en la forma
de vida, en un medio
en el que todo debe ser continuamente renovado, privan al hombre de cualquier cosa estable en la
que reconocerse y
recordarse a sí mismo: todo en el mundo actual le incita al olvido de sí. Son las
acciones elementales de la vida, realizadas en la
sencillez natural de sus ritmos pausados y
con el esfuerzo que naturalmente implican, las que hacen posible -como condición no suficiente
pero sí necesaria- sacralizar la
vida, es decir, eternizarla. Y eso es
posible porque esas acciones llevan su tiempo, tiempo necesario para que el sujeto adquiera
conciencia de sí mismo en el acto de
estar presente a su propia existencia, conciencia triturada ahora en el acto
mecanizado, refractario por naturaleza al recuerdo y que fragmenta la duración en mera sucesión de
instantes discontinuos a los que
ningún dios religa.
El progresismo, arrasando los
fundamentos culturales y metafísicos de la tradición, ha dinamitado un mundo
reduciéndolo a cenizas y pretende ahora fabricar otro a golpe de ciencia y
tecnología, de productividad y principios democráticos, ignorando que un mundo
no se inventa, pues no es un cacharro sino un ser vivo; lo que su resquebrajada
razón puede alumbrar no pasa de ser una hueca fantasmagoría, un golem
tecnológico -imagen invertida del ser cósmico de cuyo cuerpo se formó el mundo
en las antiguas mitologías-, en cuyo interior no late un alma sino el vacío
acumulado por los últimos siglos de la historia humana."