jueves, 1 de agosto de 2013

La mentira del progreso










Manifiesto contra el progreso. Capítulo XI. Las formas de vida.

por Agustín López Tobajas


"La creencia del hombre moderno de haber llegado a un sistema social más justo y a un orden cultural más elevado que cualquiera que existiera con anterioridad sobre la tierra no tiene más fundamento que sus prejuicios etnocéntricos y su manipulación arbitraria de la historia. Lo único que demuestra el esquema salvajismo-barbarie­-civilización, inventado sobre el rebuznante criterio del desarrollo técnico como medida de la inteligencia, es que nuestra cultura concede más importancia al abrelatas eléctrico que a la Ilíada, actitud que hace superfluo cual­quier comentario. Por primera vez en la historia de la humanidad, hay una civilización lo suficientemente zafia y soez como para reducir la inteligencia a la capacidad de solventar unos problemas que los animales resuelven por instinto.

Se juzga a todas las culturas según los criterios de la propia, como si todos los hombres hubieran tenido siempre la misma percepción del mundo, como si todas las ci­vilizaciones tuvieran la obligación de plantearse nuestras metas espurias y utilizar nuestros métodos megalo­maníacos, y la insensatez propia debiera ser la norma universal. Se identifica a cualquier cultura con detalles incomprendidos de su legislación, sin entender que una civilización es una red dinámica de compensaciones y que las pautas culturales no pueden examinarse aisladamente, sacándolas de su entorno v valorándolas como si de súbito hubieran cobrado existencia en el medio del que las juzga, pues sólo adquieren sentido en su lugar natural, dentro del conjunto que las integra y desde el contenido que les otorgan sus propios fundamentos; lo que no implica un relativismo cultural absoluto, sino la existencia de una pluralidad de interpretaciones diversas de unos mismos principios metaculturales, expresión de una sabiduría universal y perenne, que Occidente, deslumbrado de manera narcisista ante el espejo que refleja su vacío esplendor, no sólo no percibe, sino que pretende sustituir orgullosamente por los suyos.

Un sistema que ha hecho del mundo un mercado, que convierte las catástrofes ecológicas en rutina, que condena a la miseria y a la muerte a gran parte de la población mundial, que periódicamente desencadena guerras por doquier y que todo lo uniformiza según los estúpidos criterios del modo de vida americano no puede seguir mereciendo la consideración de «civilización»: en realidad, no pasa de ser una sofisticada forma de barbarie. Nuestro estilo de vida podrá ser cuantitativamente esplendoroso, pero es cualitativamente bárbaro y despreciable.

La forma de vida refleja y manifiesta de manera precisa en sus múltiples aspectos la irracionalidad inherente a los presupuestos que la inspiran; incluso dejando a un lado guerras y catástrofes, nuestro mismo funcionamiento «normal» parecería el de un asilo de dementes incurables a los ojos de una mente equilibrada, no insensibilizada por la rutina que conforma y deforma imperceptiblemente las conciencias. El absurdo continuado en que se ha instalado la vida del hombre moderno sólo se hace socialmente soportable desde la carosis y el acorchamiento del individuo medio, incapaz del más tenue estre­mecimiento ante la sinrazón de los actos que cotidia­namente realiza.

Se considera lógico, por ejemplo, plantearse el mover una masa de hierro de más de una tonelada para desplazar a una persona que pesa veinte veces menos y que tiene movilidad por sí misma. Y para ello se instauran unos medios de transporte que dejan cada día más muertos en las carreteras que una guerra, que exigen el desplazamiento de millones de toneladas de materias primas, o la instalación de complejos industriales de dimensiones gigantescas: todo eso para poder recorrer cada día el camino que le lleva a uno de su casa al trabajo.

Este colosal trasiego de cosas y personas alcanza el ápice de su insensatez en esa singular actividad llamada «turismo», manía obsesiva que impele a unos despla­zamientos regulares más o menos dificultosos, o hasta angustiosos, aparte de arriesgados, para escapar a la menor oportunidad del lugar en que se vive. Al hecho de atarse a una silla, en una aséptica cámara plastificada, y aparecer pocas horas después en la otra punta del globo se le llama ahora «viajar». Esta obsesión por escapar de la cotidia­neidad e introducir novedades externas en la vida revela algo que el turista no sospecha: que de lo que realmente está hastiado es de sí mismo, molesta compañía que le sigue con fidelidad implacable a donde quiera que vaya. Pero como cambiarse a uno mismo es complicado, se opta en su lugar por cambiar el escenario. Esta voluntad de huir incesantemente de su sombra expresa la ineptitud y el miedo ante la única aventura digna de ser vivida: ahondar en el sentido de la propia existencia.

Como si la medicina la hubiera inventado la modernidad, se la presenta como insignia y evidencia concluyente del progreso. Olvidando que la estadística, ciencia cuantitativa por antonomasia, es una creación del siglo xx, se pretende comparar cifras actuales de duración de la vida con «datos» imaginarios de épocas remotas, suponiendo siempre que el objetivo de la vida es prolongarse y no dotarse de significado. Sea o no cierto que aquellos a quienes aman los dioses mueren pronto, cifrar el sentido de la existencia en su prolongación es como valorar un cuadro por sus dimensiones: expresión pura de los principios imperantes en el reino de la cantidad. Se imaginan superadas oscuras epidemias de tiempos pasados, pretendiendo ignorar las nuevas enfermedades antes inexistentes, las catástrofes «naturales» que se suceden con frecuencia inusitada, el hambre y la miseria generalizadas en vastas áreas del globo o la incontenible difusión de la violencia que esa forma de vida produce. Se ha acabado con la peste, pero para lograrlo se ha generado un sistema que está consiguiendo acabar con el planeta. Como decía Cioran, si antes moríamos por nuestras enfermedades, ahora morimos por nuestros remedios.

La medicalización absoluta de la enfermedad, a la que se supone ciego producto del azar, la expropia de todo significado, y la vida pasa a ser un combate sin sentido, porque perdido de antemano, por su imposible perpe­tuación. Conclusión: la angustia, la depresión y todo tipo de perturbaciones del alma crecen a ritmo acelerado ante una existencia que, ajena a cualquier transcendencia, deviene -cuando no es un divertimento banal y a la larga frustrante- un despropósito monstruoso y cruel que no resulta fácil de ocultar. El hombre antiguo, probado por los dioses, se enfrentaba, llegado el caso, a un destino adverso, y moría, si era preciso, en el empeño. Actualmente, ante la más banal de las contrariedades -o ante la vaga intuición de la vaciedad de la vida en el mundo moder­no-, el hombre actual se deprime, es decir, patologiza su mediocridad como vía para escapar a cualquier respon­sabilidad. La psicologización de la vida individual exime al individuo supuestamente enfermo de toda obligación, abrumado por una realidad que le impide cualquier iniciativa y que lo pone en manos de «profesionales expertos», es decir, de quienes participando de su misma miseria e ignorancia han aprendido la fórmula para ocultársela a sí mismos. Así se inventa al enfermo, así se genera la patología: es la psicologización de la existencia la que crea la enfermedad mental generalizada.

Y como el mundo construido con tan espectaculares progresos en materia sanitaria es rigurosamente insalubre, nos enfrentamos ahora, como reacción inconsciente, y por ello mismo fuera de toda medida, a una paranoica preocupación por el cuerpo y la salud, amén de una ma­niática obsesión, metafísicamente reveladora, por la higiene. Uno se pregunta cómo ha sido posible sobrevivir a un mundo sin fechas de caducidad, sin ducha diaria, sin controles de seguridad, sin chequeos regulares, con barro en las calles y agua del grifo para beber.

Marcados todavía por su herencia histórica, los sistemas educativos vacilan entre los bienintencionados prejuicios de un humanismo laico tan irreal como mutilado y las exigencias técnicas del sistema social que no demanda sino piezas eficazmente integrables en el esquema productivo. Las modernas técnicas pedagógicas con que los progresistas tratan de superar los métodos miopes de los conservadores bienpensantes de hace un siglo, abocan a resultados calamitosos. Se confunde el autoritarismo con el reconocimiento de la autoridad, el aprendizaje rutinario con la facultad de la memoria, se sustituye el esfuerzo por las actividades «lúdicas», la constancia por la «creatividad», la obediencia servil por la legitimación del desorden, y así se consigue que los modernos programas educativos no generen más que indolencia, irrespon­sabilidad y una inepcia generalizada que sería difícilmente superada si se abandonara a cada escolar a su suerte. La escolarización obligatoria y la enseñanza igualitaria son las bases para la democratización de la ignorancia, una similar estulticia puesta por igual al alcance de todos. Los actuales pedagogos, extraviados en el verborreico vaniloquio que generan sus nuevas técnicas de altisonantes nombres para no se sabe qué desarrollos integrales, se olvidan de enseñar que dos y dos son cuatro y que burro se escribe con be. Los métodos que ahora se quieren superar no eran, sin duda, los mejores, pero cuando todavía se suponía que había unos que podían enseñar y otros que tenían que aprender, cuando el respeto por el conocimiento generaba de manera natural la autoridad, cuando el esfuerzo y la exigencia personal eran las claves ineludibles de toda formación, se llegaba, al menos, a la universidad sabiendo leer y escribir.

La estructura familiar como vínculo con la tradición y con la historia, con un tiempo que se perpetúa más allá de la vida individual, posibilitando la integración en el cosmos orgánico del que la persona forma parte, se ha convertido en contingencia negociable en el Estado liberal­-burocrático, una cuadrícula que rellenar entre otras en el impreso de la declaración de la renta. La valoración ególatra de los deseos individuales por encima de cualquier otra circunstancia hace de la familia, célula natural de la vida colectiva, una estructura supuestamente superada, ideológicamente desfasada, que puede disolverse y desintegrarse a voluntad cuantas veces se desee. La dispersión en el espacio y la aceleración de los cambios facilita el desvanecimiento de los vínculos naturales que sitúan al ser humano en su espacio y en su tiempo, y las relaciones humanas se transforman en pactos mercantiles, cuantitativos y transitorios, sustituibles por otros cuando sus intereses caprichosos lo demandan. Las consecuencias: violencia doméstica, hijos desarraigados y viejos arrin­conados como trastos inservibles en residencias-almacenes.

El hogar, microcosmos en que se desarrolla la unidad familiar, locus mediador para la construcción de la persona y su integración en la comunidad, era una imagen del templo en el esquema de vida de los mundos tradicionales, y su cuidado, una función sagrada, actividad demiúrgica cargada de significado y de belleza. Transformadas ahora las casas en «máquinas para vivir», habitualmente celdas a las que se supone funcionales en colmenas que no albergan más que conflictos egoicos entre sexos y generaciones, su cuidado mecanizado, y por ende desprovisto de sentido, es una condena que las mujeres, sin duda, no tienen por qué sufrir más que los hombres, una pesada carga no tanto por su dureza intrínseca cuanto por su pérdida de significado y por su inferior valoración social al no ser una tarea «productiva».

El trabajo ya no es la actividad que permite al ser humano realizar su peculiar forma de ser e integrarse en la comunidad mediante un intercambio de funciones personales dotadas de sentido, sino una actividad extrañante que le fija como pieza indistinta a la maquinaria ciega de la productividad y el consumo. La vocación -concepto que transciende con mucho sus determina­ciones laborales-, es decir, la inclinación natural de cada persona a orientar su vida por unas vías y no otras, queda abolida ante la igualdad por decreto y la movilidad laboral. Puesto que todos somos iguales, todos podemos hacer de todo y la realización de la vocación individual se reemplaza por la especialización anónima e indiferenciada, donde la elección viene determinada, directa o indirectamente, por las imposiciones de la sociedad industrial y no por las legítimas inclinaciones personales. La actual obsesión por la personalización -presente incluso en espacios donde impera la impersonalización absoluta, como la infor­mática- es la mistificación fraudulenta mediante la colocación de un nombre o una máscara vacía que no anuncia, sino que sustituye, al ser real que podría en­contrarse detrás.

La fiesta, que en las comunidades tradicionales es la vía ritualizada para la expresión natural de una alegría compartida, desaparece ante la programación social del mercado del ocio, que impone las vías para la expansión del individuo, siempre desde el imperativo omnipresente del consumo y transformándose, en sus márgenes incon­trolados, en ocasión para la extralimitación salvaje y el exceso autoaniquilador. La felicidad radica en sentir que lo que se hace tiene un significado eterno, pero, incapaz de traspasar el ámbito de lo instantáneo, la mentalidad moderna la degrada en diversión o placer, adulteración especiosa de la alegría que, pasada por el rodillo de la inmediatez, se convierte en valor social y objetivo vital. La frustración que ello produce al individuo da lugar a la búsqueda frenética de una imposible felicidad, alimentada por la insatisfacción que el propio equívoco genera, pues, empecinado en una dirección equivocada, cuanto más la busca, menos la encuentra, conflicto que se aspira a superar haciendo de la sociedad un agregado de zombis más o menos satisfechos con seguridad social y derecho a vacaciones, incapacitados para la felicidad pero que tampoco podrán afligirse por la desaparición de lo que ignoran.

Dos tendencias dominan de forma complementaria los comportamientos sociales del hombre moderno: el individualismo egoico -corrupción de la libertad y la responsabilidad personal- y el gregarismo uniformizante -corrupción de la solidaridad comunitaria-, que se articulan entre sí para generar un egoísmo de masas y un individualismo gregario, equilibrio de la insensatez que se plasma especialmente en mecanismos de cohesión como el fenómeno de la moda, verdadero culto al ídolo de la transitoriedad y la exterioridad, que da a la sociedad el aire de un carnaval perpetuo, patentizando la decadencia de un mundo que exhibe sin inhibiciones la vanidad que hasta hace no mucho tenía, al menos, el pudor y la decencia de ocultar.

Diestra en ejercicios de malabarismo moral, la sociedad actual transmuta el vicio en virtud con la sola condición de que sea pregonado a los cuatro vientos, confunde la desfachatez con la sinceridad, la espontaneidad con la interiorización acrítica de valores prefabricados, condena toda inhibición como axiomáticamente mórbida, ensalza el permiso autoconcedido para la caída en el vacío como actitud liberadora y hace del exhibicionismo de la vileza condición digna de loa y de respeto. Nada de extraño, pues, en que fenómenos de masas, como la moda o los espectáculos deportivos, a los que hasta hace poco se les reconocía implícitamente una cierta intranscendencia, se promuevan al rango de respetable expresión cultural, con el beneplácito, al menos implícito, de buena parte de la intelectualidad; y así un desfile de modelos puede ser un acontecimiento cultural tan importante, si no más, que la representación de una obra de Esquilo o de Shakespeare.

Expresión nítida de la instantaneidad que atomiza las vivencias en el mundo moderno, la relación con los objetos se convierte en asociación pasajera y estrictamente instrumental: todo ahora se fabrica para usar y tirar o -según la pulcra variante ecologista- para usar y reciclar. Atrás quedó el tiempo en que las cosas se transmitían piadosamente como herencia espiritual, cargadas de pa­sado y, por ello mismo, portadoras, a la vez, de un mensaje intemporal: todo se tira y se reemplaza. La legítima identificación con los objetos basada no en la cosificación de las personas, sino en la personalización de unas presencias cargadas de historia y de sentido -en definitiva, de alma-, es una relación que, lejos de alienar, alimentaba la vida espiritual. Pero para ello el objeto exige belleza en su creación, nobleza en su funcionalidad, capacidad de impregnación y tiempo de vida. Nada de eso existe en los materiales sintéticos, ni sobrevive a la fabricación en serie, ni es compatible con las necesidades del mercado, así que la relación con los objetos se reduce a un afán de acumulación cuantitativa y uso funcional, mera sensación de posesión que invierte, con su mecanismo diabólico, la relación entre poseedor y poseído: un continuado flujo de objetos asépticos e impermanentes se apropia subrepti­ciamente de un sujeto esclavizado, obligado a su utilización, que no puede prescindir de los efímeros y demenciales cachivaches y trebejos que su vesania genera.

Los cambios acelerados en la forma de vida, en un medio en el que todo debe ser continuamente renovado, privan al hombre de cualquier cosa estable en la que reconocerse y recordarse a sí mismo: todo en el mundo actual le incita al olvido de sí. Son las acciones elementales de la vida, realizadas en la sencillez natural de sus ritmos pausados y con el esfuerzo que naturalmente implican, las que hacen posible -como condición no suficiente pero sí necesaria- sacralizar la vida, es decir, eternizarla. Y eso es posible porque esas acciones llevan su tiempo, tiempo necesario para que el sujeto adquiera conciencia de sí mismo en el acto de estar presente a su propia existencia, conciencia triturada ahora en el acto mecanizado, refractario por naturaleza al recuerdo y que fragmenta la duración en mera sucesión de instantes discontinuos a los que ningún dios religa.

El progresismo, arrasando los fundamentos culturales y metafísicos de la tradición, ha dinamitado un mundo reduciéndolo a cenizas y pretende ahora fabricar otro a golpe de ciencia y tecnología, de productividad y principios democráticos, ignorando que un mundo no se inventa, pues no es un cacharro sino un ser vivo; lo que su resquebrajada razón puede alumbrar no pasa de ser una hueca fantasmagoría, un golem tecnológico -imagen invertida del ser cósmico de cuyo cuerpo se formó el mundo en las antiguas mitologías-, en cuyo interior no late un alma sino el vacío acumulado por los últimos siglos de la historia humana." 

sábado, 20 de julio de 2013

Robert Graves y El ángel caído


a. En el tercer día de la Creación el principal arcángel de Dios, un querubín llamado Lucifer, hijo de la Aurora ("Helel ben Shahar") se paseaba por Edén entre joyas centelleantes, su cuerpo resplandeciente con cornalinas, esmeraldas, diamantes, berilos, ónice, jaspe, zafiro y carbunclo, todo engarzado en el oro más puro. Pues durante un tiempo Lucifer, a quien Dios había designado Guardián de todas las Naciones, se comportó discretamente, pero pronto el orgullo le hizo perder la cabeza. "Subiré a los cielos —dijo—, en lo alto, sobre las estrellas de Dios, elevaré mi trono, me instalaré en el monte santo, en las profundidades del aquilón. Subiré sobre la cumbre de las nubes y seré igual al Altísimo." Dios, observando las ambiciones de Lucifer, lo arrojó de Edén a la Tierra, y de la Tierra al Seol. Lucifer brilló como el relámpago al caer, pero quedó reducido a cenizas; y ahora su espíritu revolotea a ciegas sin cesar por la oscuridad profunda del Abismo sin Fondo.


1. Isaías XIV.12-15;2 Enoc XXIX.4-5; Lucas X.18;2 Cor. XI.14; los Setenta y Vulgata hasta Isaías XIV.12-17; Targum Job XXVIII.7.


1.En Isaías XIV.12-15 se compara la caída preordenada del rey de Babilonia con la de Helel ben Shahar:


¿Cómo caíste del cielo,
lucero brillante, hijo de la aurora?
¿Echado por tierra
el dominador de las naciones?
Tú, que decías en tu corazón:
Subiré a los cielos; en lo alto,
sobre las estrellas de El,
elevaré mi trono;
me instalaré en el monte santo,
en las profundidades del aquilón.
Subiré sobre la cumbre de las nubes
y seré igual al Altísimo.
Pues bien, al sepulcro has bajado,
a las profundidades del abismo.


Esta breve referencia indica que el mito era lo bastante conocido para que no fuera necesario relatarlo por completo, pues Isaías omite todos los detalles del castigo del arcángel por Dios (llamado aquí Ehyon, "el Altísimo' 5 ) , quien no admitía rivales en su gloria. Ezequiel (XXVIIL11-19) es más explícito cuando hace una profecía análoga contra el rey de Tiro, aunque omite el nombre de Lucifer:

Fueme dirigida la palabra de Yahvéh diciendo:

Hijo de hombre, canta una elegía al príncipe de Tiro y dile: Así habla el Señor, Yahvéh: Eras el sello de la perfección, lleno de sabiduría y acabado de belleza. Habitabas en el Edén, en el jardín de Dios, vestido de todas las preciosidades. El rubí, el topacio, el diamante, el crisólito, el ónice, el berilo, el zafiro, el carbunclo, la esmeralda y el oro le cubrían; llenaste tus tesoros y tus almacenes.


El día en que fuiste creado te pusieron junto al querube colocado en el monte de Dios, y andabas en medio de los hijos de Dios.

Fuiste perfecto en tu camino desde que fuiste creado hasta el día en que fue hallada en ti la iniquidad.

Por la muchedumbre de tus contrataciones se llenaron tus estancias de violencia; y pecaste, y le arrojé del monte santo y te eché de entre los hijos de Dios; el querube protector te hizo perecer.


Ensoberbecióse tu corazón de tu hermosura y se corrompió tu sabiduría, y a pesar de tu esplendor, por tus muchos y grandes delitos, yo te, eché por tierra; yo te doy en espectáculo a los reyes, por la muchedumbre de tus iniquidades. Por la injusticia de tu comercio profanaste tus santuarios; y yo haré salir de en medio de ti un fuego devorador, y te reduciré a cenizas en medio de la tierra, a los ojos de cuantos te miran, Todos cuantos de entre los pueblos te conocen se asombrarán de ti. Serás el espanto de todos y dejarás de existir para siempre.


2. Helel ben Shahar era originalmente el planeta Venus, el último astro orgulloso que desafía al sol naciente: una simple alegoría hebrea que, no obstantese ha combinado con el mito de la caída de Faetón, que murió quemado cuando presuntuosamente condujo el carro del sol de su padre Helios, Aunque el mito es griego, parece haber tenido su origen en Babilonia, donde, cada año, un carro del sol sin conductor que simbolizaba la transmisión de la corona —durante la cual un muchacho sustituto ocupaba el trono real durante un solo día— recorría las calles de la ciudad. El sustituto, un favorito de la diosa Ishtar (que regía el planeta Venus) era sacrificado luego. Isaías parece profetizar, por consiguiente que el rey debe sufrir la misma muerte que su sustituto. En el mito griego, Faetón, hijo de Apolo, se identifica con un homónimo, Faetón, hijo de Eos ("Aurora"); según Hesíodo, la diosa Afrodita (Ishtar) se lo llevó para que guardase su templo. El rey de Tiro de Ezequiel adoraba a Ishlar y observaba cómo quemaban vivos a los niños como sustitutos del dios Melkart ("Gobernador de la Ciudad").


3.Aunque Job XXXVIIL7 describe a los "astros matutinos" cantando al unísono, el nombre "Helel" no aparece en ninguna otra parte de la Escritura; pero el padre de Helel, Shahar ("Aurora") aparece en el Salmo CXXXIX.9 como una divinidad alada. La mitología ugarítica hace a Shahar o Baal hijo de El, hermano mellizo de Shalem ("Perfecto"), La Montaña del Norte ("Saphon") que Helel aspiraba a ascender, puede identificarse con Yafón, Monte de Dios, en el cual, según el mito ugarítico, se hallaba el trono de Baal. Cuando Mot mató a Baal, su hermana Anat lo enterró allí. Safón o Zafón, la montaña de 5800 pies de altura — llamada ahora Jebel Akra— donde el dios-Toro El de los semitas del norte gobernaba "en medio de su divina asamblea", se alza en las cercanías de la desembocadura del Orontes. Los hititas lo llamaban monte Hazzi y decían que era el lugar desde donde Teshub, el dios de la Tormenta, su hermano Tashmishu y su hermana Ishtar vieron al terrible gigante de piedra (el "hombre de diorita" como traducen algunos eruditos) Ullikummi, quien proyectaba su destrucción; lo atacaron y finalmente lo vencieron. Los griegos lo llamaban monte Casio, morada del monstruo Tifón y de la monstruo Delfina, quienes juntos desarmaron a Zeus, Rey del Cielo, y lo tuvieron prisionero en la caverna coriciana hasta que el dios Pan dominó a Tifón con un gran grito y Hermes, dios de la Astucia, liberó a Zeus. Al Orontes se lo ha llamado "Tifón". Safón era famoso por los destructores vientos del norte que soplaban desde él sobre Siria y Palestina, Todos estos mitos se refieren a conspiraciones contra una divinidad poderosa; sólo en el mito hebreo no se menciona la derrota inicial de Dios.


4. Lucifer es identificado en el Nuevo Testamento con Satán (Lucas X.18; 2 Corintios XI.14) y en las Targum con Samael (Targ. ad Job XXVIIL7).



Robert Graves y Raphael Patai
Los mitos hebreos

jueves, 18 de julio de 2013

¿Origen de la espiritualidad ignaciana?

LA ILUSTRACIÓN DEL CARDONER
Autobiografía
S. Ignacio de Loyola
Según la versión recogida por el
P. Luis Gonçalves da Camara
1553 - 1555


30. 5°. Una vez iba por su devoción a una iglesia, que estaba poco más de una milla de Manresa, que creo yo que se llama sant Pablo, y el camino va junto al río – río Cardoner -; y yendo así en sus devociones, se sentó un poco con la ca-ra hacia el río, el cual iba hondo. Y estando allí sentado se le empezaron abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino enten-diendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de co-sas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecí-an todas las cosas nuevas. Y no se puede declarar los particulares que enten-dió entonces, aunque fueron muchos, sino que recibió una grande claridad en el entendimiento; de manera que en todo el discurso de su vida, hasta pasados sesenta y dos años, coligiendo todas cuantas ayudas haya tenido de Dios, y todas cuantas cosas ha sabido, aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto, como de aquella vez sola. Y esto fue en tanta manera de quedar con el entendimiento ilustrado, que le parescía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto, que tenía antes.

31. Y después que esto duró un buen rato, se fue a hincar de rodillas a una cruz, que estaba allí cerca, a dar gracias a Dios, y allí le apareció aquella visión que muchas veces le aparecía y nunca la había conocido, es a saber, aquella cosa que arriba se dijo, que le parecía muy hermosa, con muchos ojos. Mas bien vió, estando delante de la cruz, que no tenía aquella cosa tan hermosa color como solía; y tuvo un muy claro conoscimiento, con grande asenso de la voluntad, que aquel era el demonio; y así después muchas veces por mu-cho tiempo le solía aparecer, y él a modo de menosprecio lo desechaba con un bordón que solía traer en la mano.
Comentario
4.2 la ilustración del Cardoner (Autob., n.30).
Carlos Vásquez S.I.
Claves ignacianas para la lectura
de la Autobiografía
Hemos hablado varias veces de ella. Pero es imprescindible ubicarla ahora de-ntro de las gracias místicas especialísimas que recibió Ignacio. Conocemos su in-flujo en su vida espiritual, en la fundación de la Compañía de Jesús, en la elabo-ración de los Ejercicios Espirituales, en su visión del mundo, de la vida y, en ge-neral, de ver todas las cosas. Como hemos mencionado antes, todo le parecía nuevo, “como si fuese otro hombre”.
Se ha llamado en la Compañía a esta gracia especial como la “eximia ilustración del Cardoner” y el santo le atribuyó un influjo definitivo durante toda su vida. El P. González de Cámara nos cuenta que Ignacio, al responderle a preguntas que le había planteado sobre unos puntos de las Constituciones le dijo: “a estas cosas todas se responderá con un negocio que pasó por mí en Manresa” (FN., I, 610).
La ilustración del Cardoner, en efecto, abarca toda la amplitud de la realidad: “las cosas de la vida espiritual”, es decir, los movimientos del Espíritu en nuestra vida; “las cosas de la fe”, es decir, las verdades reveladas en su armónica rela-ción; “las cosas de las letras”, o sea, todo lo que constituye el objeto del cono-cimiento natural, tanto los objetos particulares como su conjunto… una visión sintética y orgánica.
Los grandes comentaristas de la Compañía sobre el tema de la ilustración del Cardoner afirman, en conjunto dos cosas:
Que fue una ilustración eximia del entendimiento. Esta ilustración le dio un vi-sión sintética y orgánica de muchas cosas de su vida.
Que la lección recibida fundamental fue la de poseer la plena capacidad del dis-cernimiento espiritual. Polanco decía que “esta gracia le permitía penetrar con unos nuevos ojos del espíritu todas las cosas divinas y humanas” (FN., II, 256).
Que esa mirada nueva y totalizante que recibe Ignacio constituye uno de los ras-gos distintivos de la espiritualidad Ignaciana.
Que a la luz de todo lo anterior podemos comprender cuál es el fundamento de la tradición que sitúa el origen de los Ejercicios y de la Compañía de Jesús en la ilustración del Cardoner. Comenta el P.Rambla que “con un don tan precioso de discernimiento, dispone Iñigo de un instrumento para interpretar la rica expe-riencia propia e irla convirtiendo en el método de búsqueda evangélica que son los Ejercicios. Así puede afirmarse que los Ejercicios proceden substancialmente de la experiencia del Cardoner. Por lo que se refiere a la Compañía transcurrirán muchos años e Iñigo no sabrá del todo adónde quiere conducirle Dios con aque-lla nueva visión… pero la luz del Cardoner fue el foco con el que se desvanecie-ron tantas oscuridades hasta el momento de ver con claridad la fundación de la Compañía de Jesús” .
Los autores de la vida mística anotan que estas ilustraciones intelectuales son fenómenos espirituales que acompañan con frecuencia y de diversas maneras a aquellos que ya están en la contemplación. Las sustanciales, como la del Cardo-ner en Ignacio, consisten en la repentina infusión de una idea mental simplicísi-ma, tan fecunda y luminosa como compendiosa en que el alma descubre a veces toda una larga serie de misterios tan superiores al alcance humano, que ni si-quiera después de conocerlos encuentra las más de las veces ninguna suerte de palabra o símbolos con que expresarlos o representarlos .
San Juan de la Cruz afirma que son de un valor inapreciable y que en ellas no cabe el menor engaño. El efecto que producen no es variable o pasajero, ni me-nos incierto o inconstante. Son seguras y eficaces y nunca se borran de la memo-ria. Se realizan inmediatamente y el alma siente plena conciencia de la luz y energía que con ellas recibe para cumplirlas.
Fuente:http://www.archivocalasanz.com/2008/12/28/ejercicios-espirituales-texto-autografo-s-ignacio-de-loyola-cardoner/

miércoles, 10 de julio de 2013

Conspiradores




Durante un largo período de tiempo todo cuanto pude averiguar sobre el libro prohibido más popular y oficialmente desprestigiado que existe se parecía a una jaula de grillos. Veamos los hallazgos de forma coherente. Para empezar, es menester prestar la máxima atención a este breve párrafo, penúltimo del acta número dieciséis de Los protocolos de los sabios de Sion:


"El sistema de represión del pensamiento está ya en vigor, por el sistema llamado de enseñanza por imágenes, que transforma a los cristianos en animales dóciles que no discurren, y que esperan la representación de las cosas por imágenes para comprenderlas."

En palabras profanas y más acordes con la actualidad, en vez de "represión del pensamiento" hablemos de control mediático, mercadotecnia o psicología social. ¿Cómo crear los afectos, objetos, pasiones, apegos y necesidades de la gran masa de población?. Pues mediante la difusión de un imaginario. Así se crean los deseos y los modelos de conducta o de pensamiento a imitar. Dicho imaginario es generado en nuestra mente a través, principalmente, de los medios audiovisuales, sin menospreciar la demagogia empleada en prensa escrita y la que utilizan los partidos políticos y demás instituciones que persiguen acumular votos o crear corrientes de opinión que sean favorables a ciertos intereses. Hecho este inciso, haré un poco de historia sobre el libelo en cuestión. Parte de su origen lo encontramos en un ensayo escrito por Maurice Joly, el cual lleva por título Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu. Norman Cohn lo explica con detalle en su libro titulado Warrant for Genocide. The Myth of the Jewish World Conspiracy and the Protocols of the Elders of Zion, muy recomendable para el lector curioso, pero ahora y aquí basta con saber que aproximadamente la mitad del contenido de los "protocolos de Sion" es un plagio del libro de Joly. Los "protocolos" fueron escritos en Europa (las primeras ediciones salieron en Rusia) y son fruto del antisemitismo imperante desde finales del siglo XIX y primera mitad del XX. Si el ensayo de Maurice Joly contiene una defensa del liberalismo, los redactores de los protocolos, integrados en círculos de la Intelligentsia al servicio de los ultraconservadores, elaboraron una suerte de contraargumentación de ese contenido dando la apariencia de que los cambios sociopolíticos en el mundo moderno son el resultado de una malvada conspiración judeomasónica que persigue el dominio mundial. Con todo, lo cierto es que en muchas de sus páginas hallamos la descripción de métodos de ingeniería social y financiera. Adolf Hitler estaba obsesionado con ese libro, le fascinaba el plan de dominación mundial allí descrito, y ansiaba destruir al sionismo y demás competidores en la lucha por el control global. Nunca debemos perder de vista que la segunda guerra mundial fue una lucha entre facciones dispuestas a desplegar todo el saber acumulado a lo largo de cuatro siglos con el fin de establecer un poder hegemónico respaldado en el mayor potencial tecnológico y humanístico que ha existido al menos en los últimos seis milenios de Historia de la civilización. Concluida la guerra en 1945, pierde Alemania, perdió Hitler y perdieron (¿?) las camarillas de eruditos teutones que marcaban los movimientos de Hitler. Ganó la corporocracia occidental y anglosajona, la cual hoy en día rige los asuntos del mundo globalizado. En conclusión, los "protocolos de Sion" son efectivamente una obra ficticia, aunque esconde un plan de dominación ansiado por las distintas élites, donde la ingeniería social se revela como el mayor poder conocido en todas las épocas. Los defensores de la veracidad de cuanto allí está escrito suelen argumentar basados en las similitudes existentes entre el funcionamiento económico y social del mundo actual y el programa de actas que forman los protocolos. Los protocolos surgieron en un contexto histórico específico que guarda muchas semejanzas con el presente. Por otro lado, la capacidad visionaria de Maurice Joly inspiró a los plagiadores de forma que parecían adelantarse a los tremendos cambios sociales y a las guerras fraticidas del siglo XX. Pero, como ya apunté, otras partes del libelo describen métodos de control social que no tienen nada que ver con la obra de Joly y que sólo pueden tener su origen en los laboratorios de ingeniería social, la tecnología más discreta y subliminal del mundo moderno, en parte heredera de los programas iconográficos elaborados por la Iglesia católica y que perduran en los templos románicos y góticos. Fue a raíz de los “ejercicios espirituales” de Ignacio de Loyola que la orden jesuita, desde el siglo XVI y sobre todo en la escultura devocional y el teatro barroco del XVII, empezó a utilizar la imagen y los símbolos como método de educación y adoctrinamiento en Europa. La idea básica de esa ingeniería consiste en provocar una exaltación de los sentidos y la consecuente fascinación inducida en las mentes de forma visceral. La idea de conspiración, por otra parte, surge de una mala comprensión de los resortes del poder y de sus agentes fácticos, incluso del funcionamiento de la democracia. El voto del ciudadano puede ser relativamente efectivo a escala local, en el municipio. Los grandes partidos nacionales venden programas establecidos desde instancias superiores, las de la corporocracia. Los pueblos no hacen la Historia, sino las élites, cuyo poder proviene del mismo devenir de la historia que les ha sido favorable cuando han sabido aprovechar las coyunturas y los recursos disponibles. Los ciudadanos, el pueblo, son un arma arrojadiza en manos de las distintas élites del poder. En definitiva, los "protocolos de Sión" son una ficción utilizada para culpabilizar a un colectivo, los judíos, ante la perspectiva de crear una sociedad global desde las nuevas tecnologías humanísticas posibilitadas por la conjunción entre tecnología informática y la sociología. Sus principales agentes operan desde la discreción y, por tanto, necesitan un chivo expiatorio. Quedémonos, para concluir, con la realidad de ese poder ubicuo y transnacional al que llamamos “corporocracia occidental”.

- Adjunto un artículo de actualidad que muestra la relación de los nuevos dirigentes de Grecia e Italia con las camarillas de la corporocracia: La Comisión Trilateral, el think thank que une a Mario Monti y Lucas Papademos