Con
alegría te encuentro de nuevo, oh, patria mía,
con
gozo saludo a los verdes prados;
dejo
ya mi báculo de peregrino, pues,
humillado
ante Dios, he peregrinado
Estoy
en paz con el Señor
a
Él se rinde mi corazón
Él
me ha bendecido
a
Él elevo mi canto
La
gracia de la salvación has concedido al penitente
he
conocido a la bendita paz,
no
temo a la muerte ni al infierno,
alabaré
a Dios por el resto de mis días
¡Aleluya!
¡Aleluya!
¡Es
la eternidad! ¡Es la eternidad!
Coro
de los peregrinos, de la ópera “Tanhauser” de Richard Wagner
PREFACIO
El
Señor viene. He ahí la raíz y
el destino final, lo cual inspira este manifiesto sobre la divinidad
y su relación con la cultura humana. Hace más de cien años, en
torno a 1844,
sucedió el mayor acontecimiento de la edad moderna, aunque sólo
unos pocos, con el transcurrir de los años, fueron conscientes de
ello, y aún hoy en día sigue siendo un conocimiento restringido,
pues éste no puede darse sin la Fe. Por aquel entonces se produjo el
desello final de la profecía de Daniel, haciendo que la realidad del
plan de salvación divino quedara a la vista de todos los que buscan
a Dios con corazón sincero. El juicio final comenzó, y empezó la
cuenta atrás para la segunda venida del Mesías, un Rey de reyes que
viene a este planeta para destruir a los impíos y conceder la vida
eterna a los que creen que Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Se
produjo, en definitiva, un esclarecimiento sin parangón de la
revelación de Dios contenida en su Santa Palabra, la posibilidad de
contemplar la Historia universal desde el punto de vista de Dios y,
en consecuencia, el plan de salvación se nos muestra comprensible a
la luz de una mente racional que ahora puede conocer cómo termina la
historia de la humanidad, y cómo ahora tenemos la ocasión de
atender al llamado divino y entrar a formar parte de lo eterno. Es el
fin del tiempo humano y el comienzo del tiempo de Dios, nuestro Rey.
Pero, si bien es cierto que estamos sobre una tierra perecedera, y
que toda creación, expresión y acontecer humano está casi a punto
para su extinción, hay una verdad ( una verdad mucho menor, pero no
menos valiosa ) a considerar: que la labor, la inspiración y la
creatividad del ser humano son susceptibles de recibir la Luz que
procede de lo alto. Y, hoy en día, en el contexto de ese
“desellamiento” referido anteriormente, cuando la Palabra de Dios
aparece al entendimiento más clara y rotunda que nunca, podemos
pensar que no existe ningún ámbito de la vida sobre el cual no
arroje su Luz, especialmente en el campo de las letras y las
humanidades. Son las disciplinas que han conformado y construido el
“espíritu” del mundo humano, sus reglas, su moral, sus
proyectos, ensoñaciones y esperanzas. Sócrates, Platón,
Aristóteles, Homero, Séneca, Wagner, Chateaubriand, Dante,
Petrarca, la lírica y la épica medieval, Kant, Heidegger, etc, son
reflejos, luces menores alimentadas por una Luz mayor. Y son menores
porque la Luz que contienen, siendo siempre eterna y verdadera,
aparece corrompida por causa del egoísmo humano, mezclada con los
paradigmas que son fruto de las vanidades y de nuestra condición
luciferina y pecadora. En otro tiempo, consideramos que la cultura (
y lo mismo podían ser las creaciones “pop” que la llamada “alta
cultura” ) era el único y verdadero medio con el que elevar
nuestra existencia más allá de la mera supervivencia, cultivar el
espíritu, alimentar el alma. Al descubrir y finalmente creer en la
revelación de Dios, en un principio nos rendimos ante la permanente
imagen de la “vanitas”.
“¿Para qué seguir con todo esto?”. Lo
cierto, no obstante, es que de lo que se trata es del descubrimiento
del Espíritu y de la Verdad en una sociedad que niega la Verdad, que
vive de espaldas a Dios y, en consecuencia, rechaza al Espíritu, que
no es el espíritu del mundo sino el mismo Espíritu de Dios, al cual
podemos acceder a través de esas pequeñas luces divinas que están
en el corazón de las creaciones del hombre, pues el motivo abisal
del arte y de la cultura clásica es la necesidad de relacionarse con
la eternidad. Hágase tu Voluntad, en la tierra como en el
cielo...Empezamos a vivir la
eternidad aquí en la tierra por el poder del Espíritu Santo.
¿Qué
es la Verdad?. Después de la ilustración del siglo XVIII, de la
“muerte de Dios”, del evolucionismo de Darwin ( el cual triunfó
ideológica e institucionalmente en el siglo XIX ), después de
Derrida y del relativismo imperante, resulta difícil defender una
Verdad, pero es la que fue, la que es y la que será, es decir, esos
valores eternos presentes en el espíritu humano y en sus creaciones,
y que tienen su origen en el Espíritu de Dios. Orden, valor,
nobleza, castidad, belleza, humildad, servidumbre ( o la disposición
permanente a servir al Rey y al prójimo ), Fe en lo invisible, disciplina, templanza, fraternidad, sacrificio, perseverancia, salud, redención
( o transformación del espíritu ), cortesía, patria y hermandad o
comunidad. Amar a la virtud y a la justicia es amar a Dios o, como
dice el evangelista, la suma de toda la Ley es ésta: amar a Dios, y
al prójimo como a ti mismo.
No
queremos hacer teoría o fórmulas filosóficas. Cuando hablamos del
Espíritu nos remitimos a una práctica totalizante, pues Dios ha de
dirigir nuestro pensamiento y conducta en todas las facetas de la
vida. Ello, evidentemente, tiene consecuencias políticas y sociales,
pero entendemos que Dios no es una ideología y, por tanto, no
debemos evangelizar utilizando la apología o la propaganda, pero sí
podemos formar grupos movidos por la Fe con el objetivo de instruir a
la sociedad en el orden divino. No podemos cambiar la sociedad, eso
está en manos de Dios, pero sí mejorarla. No podemos participar del
orden social vigente ( que es, en todo tiempo y lugar, un orden
humano ) pero debemos estar y vivir en sociedad. La batalla es contra
el espíritu del mundo ( las “huestes espirituales del aire”
) no contra personas ni organizaciones. A menudo nos parecerá
contradictorio y difícil: estar en el mundo, y a la vez no ser del
mundo. Pero la Palabra de Dios nos da la instrucción y las “pistas”
sobre cómo llevarlo a cabo. Al mundo guerra/ a Dios la Gloria/ y
al hombre la pena. Consiste en alcanzar un equilibrio, sin dejar
de ser la más radical de las posiciones.
El
texto va dirigido en especial a las personas implicadas en las
humanidades y la educación. Desde 1945, con la sucesiva hegemonía
mundial de las élites liberal-capitalistas y la gigantesca expansión
y democratización de la tecnología y del conocimiento, se ha
producido un declive de la moral y del saber, pues, en razón de lo
expuesto, no hay otro saber que aquel que tiene su raíz en la
Palabra de Dios. Se ha producido una paulatina destrucción del alma
humana y cada persona se está convirtiendo en una “unidad de
consumo”. Consumir y ser consumidos por la maquinaria. Los
saberes clásicos, Grecia, Roma, Hispania, los nacidos a la Luz
verdadera que inspira y brilla desde Jerusalén hasta las columnas de
Hércules ( la del mare nostrum y el Egeo ), la que ilumina a
Europa y a su fiel descendencia, no dejan de ser ese corpus
conocido como “humanismo cristiano”, es decir, la filosofía
pagana que contamina la Luz divina, pero en virtud de esa filiación
con lo divino, en virtud del peso de los siglos y de la tradición,
y, sobre todo, sabiendo que Dios da libre albedrío para creer o
dejar de creer en su autoridad como Señor y creador de nuestro mundo
y del venidero, conociendo su infinita misericordia, pues Él da
comida, satisfacciones, calor y cobijo a miles de seres humanos que
no quieren creer en Él y que incluso lo insultan a diario, lo mejor
que podemos hacer es enseñar a construir una vida sobre el
fundamento de los verdaderos valores, darle al mundo, dentro de sus
límites y de su laicidad ( perfectamente legítima y respetable ) la
mejor vida posible. Porque, eso sí, la verdadera virtud es una, y no
entiende de opiniones, ideologías o gustos. Tampoco reside en el
pasado ni en el futuro. Desde Homero hasta Heidegger, es un presente
eterno, pues aunque el mundo cambia, la Verdad, la Ley de Dios, es
inmutable.