Empezamos la sección de "microrrelatos". Próximamente abriremos un buzón a disposición de cualquiera que quisiera enviar algún testimonio en este formato breve y conciso. No se necesitan grandes literatos ni ningún talento especial. Tan solo corazón, sencillez y transparencia.
Caminar por la montaña y ascender guiados por las sendas o la roca plana. Al principio era, hace más de una década, no mucho más que un deporte. Después se convirtió en un estado del alma, una de las mayores bendiciones de aquella primera juventud. Encuentras el ambiente, el clima y los pensamientos que te ayudan a salir de la enfermedad del mundo. Junto al amigo y camarada, siempre que el tiempo nos lo permitía, salíamos hacia las montañas con la intención de "sacudirnos las pulgas de la civilización" durante unas horas, o un día entero en caso de pasar la noche bajo las estrellas. El paisaje montañoso, los silencios del bosque, el vuelo solemne del ave rapaz, la prueba de resistencia física al buscar la cima de la montaña con la esperanza de hallar pronto el reposo, todo ello desarrollaba la actividad de la voluntad y la imaginación y, en última instancia, generaba una primera imagen o sentimiento de lo Eterno. No obstante, desde siempre he padecido de vértigo, esa sensación de "caer al vacío" que aparece cuando te acercas a un tramo del camino rodeado de una fuerte pendiente. Entonces te enfrentas a esa desagradable sensación de vulnerabilidad. En una ocasión tuve que superar el escollo de un peñasco que me impedía el paso hacia el final del sendero que nos guiaba a la cima del monte. Si quería culminar el viaje, tenía que hacer una pequeña escalada para superar el peñasco y hallar por fin el descanso pocos metros más allá, un descanso que siempre traía el placer de las hermosas vistas y algo para comer. Mi compañero logró superar el obstáculo con relativa facilidad, pero yo, tras unos cuantos intentos, me sentí impotente ante la sensación de pánico que me invadía cada vez que intentaba escalar aquel peñasco. Me faltaba el valor y me faltaban fuerzas, y empecé a llorar por la frustración que sentía. Y además me sentía atrapado, porque no sólo no podía avanzar más allá de aquella gran roca, la sensación de vértigo no me permitía retroceder debido a la fuerte pendiente, quedándome psicológicamente bloqueado. "Ayúdame", dije a mi compañero. Mi camarada me animaba, "no te rindas", "puedes hacerlo", "venga, tienes que ser valiente", "toma mi mano, yo te ayudaré". Pero yo no podía, y mi amigo empezaba a sentirse molesto. A la impotencia de aquel momento se sumaba la sensación de que mi fragilidad física, en ocasiones o demasiado a menudo, hacía que yo fuera un lastre para el compañero que compartía el viaje conmigo. Y me despreciaba a mí mismo, con lo cual la depresión anímica era cada vez mayor. El caso es que ya no recuerdo cómo fue aquello exactamente, pero a partir de cierto momento pude armarme de valor, agarrar la mano de mi amigo como quien se agarra a la vida y, poco a poco, entre sollozos y palabras de angustia, pude escalar la roca ayudado por el empuje de mi compañero, hasta que al fin puse los pies en suelo más firme, aunque la pendiente continuaba rodeándome por los cuatro costados, así que yo seguía aterrado. "Coge mi mano, no te sueltes". El hombre fuerte, el camarada implacable, podría haber seguido su viaje y no permitir que mi estúpida debilidad le hiciera perder tiempo en su excursión de fin de semana. Pero eligió socorrer al débil, sacrificar su propio potencial y, sin soltar mi mano, recorrer los escasos metros que faltaban para llegar al lugar de reposo. A veces necesitamos ser humildes para pedir ayuda y en otras ocasiones la humildad nos ayuda a renunciar a la propia virtud en beneficio del menesteroso.
Primavera del año 2001
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